Muchas
aristas son las que bordean el problema de la prostitución. Unos
opinan
que
ellas prefieren una
vida fácil antes que trabajar, orientando
el problema hacia un ámbito personal
y privado,
y otros plantean legalizar el negocio para que la regulación proteja
a las trabajadoras del sexo y,
al mismo tiempo, que ese dinero negro que va de unas manos a otras,
aflore.
Las y
los feministas
están claramente en contra de la
esclavitud que
originan
las mafias, que
controlan a las prostitutas con mano
de hierro, yoptan
por la ilegalización de esta practica. Por último, el grupo de
los más irreflexivos cree que es un producto más del
mercado
y lo pueden consumir sin el más mínimo remordimiento.
Pero
al margen de todas las consideraciones al respecto, hay dos
aspectos que son comunes a todas las prostitutas: la pobreza y
la
marginación. No es muy habitual que mujeres de clase media-alta se
mantengan en las
carretera casi desnudas esperando clientes
o permanezcan
en burdeles
convertidos
en mercados de carne.
Más bien parece claramente un negocio nacido de la semilla
de la desigualdad
y alimentado por el caldo de cultivo de la hipocresía misógina.
La
única esperanza para la erradicación de la prostitución la
vislumbro en los avances de los ingenieros japoneses que en un plazo
muy corto de tiempo introducirán en el mercado los
robots del sexo, con una imagen y textura prácticamente igual a la
de una mujer. Puede ser la solución, pero si el diseño de estos
robots incluye una inteligencia evolutiva, que no le extrañe a nadie
que un día no muy lejano se planten contra la esclavitud sexual
androide.
Siempre que puedo, me escapo unos días a los
Pirineos catalanes (cuando no hay pandemias), y no ha habido ni una
sola vez que no me haya quedado al borde del síndrome de Stendhal
mirando las gigantescas montañas que rodean el valle, casi
verticales y cubiertas de su habitual manto blanco. Sin duda, es un
escenario más cercano a la fantasía que a la realidad ordinaria.
En una excursión con rumbo incierto, junto a la estrecha y escarpada carretera de montaña en la que nos encontrábamos, nos topamos con un pequeño pueblo de no más de cincuenta
habitantes, con una vieja iglesia presidiéndolo y cuatro pequeñas calles de
viviendas aplastadas por el tiempo. Varios perros nos recibieron, y
frente a nosotros había un viejito sentado en
una silla de esparto junto a la puerta de su casa, viendo la vida pasar. Bajé del coche y
le pedí información sobre un pueblo abandonado que figuraba en
nuestro mapa local.
El viejo hablaba una mezcla de aranés,
catalán y español que no impidió la comunicación. Era un
conversador nato y, tras sus detalladas indicaciones, se interesó
por nosotros y por nuestro viaje. En medio de la cháchara, intenté
averiguar que opinaba sobre su increíble entorno, si todavía le
seguía sorprendiendo ese paraíso, y él me respondió algo así
como: "la visión del mar desde una playa vacía tampoco debe
estar mal”. No sé si como una
reflexión sobre lo que tenemos y somos incapaces de apreciar, pero
el viejito me devolvió mi propia pregunta.
Las estadísticas nos cuentan que se ha disparado el consumo de ansiolíticos. En este estudio no se incluye el continente africano ni los países en banca rota, porque sus necesidades conviven con la miseria y no hay tiempo para pastillas ni dinero para vacunas. Los últimos análisis de las aguas residuales de nuestras ciudades revelan un aumento del consumo de alcohol y otras drogas que no pasan por el filtro de hacienda; vinagre para las heridas. Es una clara evidencia de que la felicidad artificial de nuestro primer mundo se está desmoronando, mientras la dicotomía entre economía y vida sigue sin resolverse.
De los efectos nocivos de la pandemia no se salva nadie. La menguante clase media, esa que apenas duerme ante la posibilidad de perder su estatus por la crisis económica, se aferra a un clavo ardiendo para poder continuar con el estilo de vida que les permita viajar a la costa, realizar compras compulsivas y engullir copiosas comidas. Y que decir de los mochufas, subgénero de una clase reciente sin etiquetar todavía, que expanden a todo volumen sus conversaciones intrascendentes; negacionistas de la lucidez aspirando a formar parte de una nueva burguesía por la gracia de sus pequeñas propiedades y de sus coches de montaña para ciudad.
Mientras tanto, las farmacéuticas, revestidas como salvadoras de la humanidad, se frotan las manos ante el inmenso botín que van a amasar vendiendo sus 'inventos' al mejor postor. Este virus está mostrando la realidad que solemos ignorar. En un momento donde la unión transversal global sería nuestro bote salvavidas, el egoísmo y la estupidez flotan como una mancha de aceite sobre el agua.
13
de agosto. En las noticias advirtieron de la ola de calor extrema que íbamos
a sufrir en la provincia de Alicante, acompañada de la calima
procedente del desierto del Sahara. No les concedí el beneficio de
la duda y supuse que esa previsión era producto de pronósticos
apresurados de los meteorólogos becarios que durante el mes de
agosto sustituyen a los titulares. Esa mañana me desperté sudando.
Abrí los ojos y miré fijamente al techo con la insoportable
sensación que me produce no saber que hice la noche anterior. La
habitación estaba muy caliente y decidí abrir las persianas para
que se ventilara, pero recibí un fogonazo de aire hirviendo. Sin
darle mucha importancia me introduje en la ducha, pero no había agua. Me puse la
camiseta de los Ramones, un pantalón corto vaquero, unas chanclas y
las gafas de sol. Desayunar era mi próximo destino.
Ademas del enorme calor, que me enrojeció la piel instantáneamente al salir a la calle, un silencio sepulcral inundaba toda la avenida, roto únicamente por el crepitar de las hojas de los ficus que, literalmente, se deshacían sobre mí por el calor. El color amarillento del cielo me hizo recordar las imágenes de las sondas que transmiten desde Marte. Aceleré el paso para llegar lo antes posible a la cafetería, pero en mi cabeza ya no estaba el desayuno, pensaba únicamente en el aire acondicionado que lógicamente estaría funcionando a su máxima potencia. Regaba el suelo con mi sudor, las sandalias se pegaban a un asfalto viscoso y comencé a quedarme sin saliva. Al doblar la esquina advertí la presencia de una pareja de jubilados tendidos en el suelo, totalmente deshidratados. Eran madrileños, por la sombrilla y las sillas playeras que estaban esparcidas junto a ellos y, sin perder ni un segundo, rebusqué en sus bolsas buscando agua, pero el resultado fue negativo. Cogí la gorra del fallecido para proteger mi cabeza del sol y me armé de valor, solo quedaban unos cien metros hasta la cafetería y quería llegar vivo.
La cafetería era virtualmente un horno y el espectáculo dantesco que vi era la representación del Guernica de Picasso. Decenas de cuerpos esparcidos por el suelo con los ojos abiertos y otros apilados junto a los grifos de cerveza y agua de los que no salia ni una gota. Le quite el burka a una monja inerte que estaba tendida en el suelo y me lo enfundé recordando el libro de Vázquez Figueroa, Tuareg, donde el protagonista utilizaba todos los recursos disponibles para evitar el calor asesino del desierto. Calculé mis opciones en décimas de segundo y decidí regresar a mi casa para apurar el escaso líquido que me quedara, y si tenía que morir, por lo menos estaría rodeado de los discos del Boss.
Cuando estaba a punto de llegar, caí al suelo casi desmayado junto a un Mercedes 4X4. Evidentemente era el final, pero antes de tirar la toalla, una idea salvadora me alumbró. Me introduje reptando debajo del motor del Mercedes y, con las pocas fuerzas que me quedaban, solté el tubo que suministraba el agua a los limpiaparabrisas y ...........mucho mejor que un mojito. Gracias a este recurso de supervivencia logré llegar a mi casa justo en el momento en el que volvió el suministro de luz y agua a la ciudad. Pasé el resto del día junto al aire acondicionado viendo documentales de viajes a la Antártida y al espacio, donde la temperatura, en invierno y en verano, es de 270 grados bajo cero.
Nos hemos acostumbrado a malvivir con él y lo consideramos un
mal inevitable. Me refiero al capitalismo moderno y global, un
sofisticado sistema explotador, contrario a la democracia, que solo
persigue beneficios a toda costa. Las entidades supranacionales
corporativas han adquirido tanto poder que son capaces de guiar el
rumbo de cualquier gobierno con solo una llamada telefónica, porque
todos los países, sin excepción, están endeudados con el capital
internacional.
El capitalismo siempre ha ostentado el
poder de una u otra manera. Desde el inicio de la andadura del homo
sapiens, los privilegios de unos pocos, y por lo tanto la creación
de la desigualdad, ha sido un hecho recurrente. Algunos filósofos y
pensadores se han sumado a la teoría del ‘sálvese quien pueda’. Sin ir más lejos, mi admirado Federico Nietzche veneraba la idea del superhombre en la
cual nos vendía, como algo natural, la 'derivación' de los mas
débiles para no contaminar las semillas nobles y puras, pero eso sí,
disfrazando su peligroso discurso supremacista con una bella prosa
poética que yo nunca me he tragado.
El sistema
capitalista actual, no solo es la raíz de los graves problemas de
convivencia entre civilizaciones y personas, sino que amenaza con
destruir el planeta, al que trata como un mero recurso para su
beneficio. La preocupación por el cambio climático no es una moda.
Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el capitalismo salvaje
está lapidando nuestro ecosistema. La idea de un crecimiento
ilimitado es una estupidez que nos está llevando al desastre. A la
vaca apenas le queda leche, pero bueno, ya se encargan los lobbys
negacionistas de engañar al personal y calificar de exageraciones
esas alarmas ecológicas. Utilizan a rajatabla el 'carpe diem',
aunque cada año suba progresivamente la temperatura global de un
planeta que muestra sus heridas en los crecientes desastres
climáticos. Caricaturizando el hecho de la progresiva destrucción
de la tierra, es algo así como el suicida que se tira desde la
planta 60ª de un edificio, y un limpia cristales situado en la
planta 30ª le pregunta mientras cae: ‘¿Cómo va todo?’, y el
suicida le responde: ‘de momento bien’.
La trama
capitalista tiene mil caras y combate a sus detractores diseñando
barreras defensivas mediante la manipulación, consiguiendo que buena
parte de la sociedad se sienta identificada con un sistema cuasi
dictatorial. Si hay que conseguir un importante botín, no hay
barreras, se actúa por lo civil o por lo criminal. Se derrocan
gobiernos si es necesario o se utiliza a los ejércitos afines
argumentando haber encontrado cualquier arma de destrucción masiva
para que realicen el trabajo sucio. Cuando llega la crisis,
frecuentemente provocada por la saturación y la avaricia de los
mercados financieros, quien tiene que pagar los platos rotos de los
recortes y los ajustes estructurales económicos son los países del
tercer mundo, y en nuestra privilegiada sociedad occidental, los
ciudadanos de a pie.
La inacción y la resignación de
los damnificados ante esta locomotora destructora, es la actitud
ideal para el capitalismo, el actual 'presidente' del mundo,
imponiendo una ley de la selva que promete conflictos. Quizá
mediante la concienciación, la cultura como arma defensiva, la unión
de fuerzas y la solidaridad, puede que se atisbe una tibia luz en el horizonte. El poder y los recursos del planeta deben estar
repartidos y gestionados por la gente, y no recaer en una élite
depredadora. Eso es la democracia.
Mientras
buscaba restos de bocadillos en la playa, una gata negra, erguida
sobre el techo de un chiringuito, se dirigió a mi utilizando un
extraño
idioma
que, increiblemente,entendí
sin
problemas.
Con la calma de una figura de porcelana, afirmó
que conociendo el gusto musical de cada uno podía hacer un retrato
psicológico del sujeto con muy poco margen de error. Su
curiosa exposición me
hizo lanzarme a su encuentro sin sopesar las consecuencias, como
solemos hacer los inocentes mejores amigos del hombre sobre una
pelota de tenis.
La
invité a mover
ficha. Sonrió
ligeramente y
enumeró con los dedos de sus patas delanteras sus géneros
preferidos entre los que estaban: el soul, el funk, el jazz, el rock,
el reggae, la bossa nova, música afro, clásica, americana y alguna
más que ahora no recuerdo. Era la típica respuesta escondida tras
la tinta de un calamar. Con los movimientos de mi morro, intentaba
olfatear el sentido de sus palabras, pero intuía que el asunto de la
música era solo un pretexto. Sabía que me estaba tendiendo una
trampa retórica y esperé a que ampliara su mensaje para desvelar la
incógnita X.
Ella
leyó mi pensamiento y, sentándose sobre sus patas traseras,
argumentó su discurso de manera escalonada cual profesor de
filosofía: 'las etiquetas que le damos a las cosas son atajos,
artilugios para facilitar el entendimiento de nuestro perezoso
cerebro. No hay límites ni divisiones desde un punto de vista
atemporal. Ni tú eres un perro, ni youna
gata ni tu dueño un ser
humano, aunque alguna vez lo hayamos creído, solo somos una mezcla
uniforme que se mueve dentro de una espiral que llamamos tiempo. Tú
y yo, si
quieres,
vamos a luchar contra la principal pandemia que estamos sufriendo
desde hace miles de años: los humanos. Pero dicho esto, si te gusta
el reggeton ya te puedes ir con
tu dueño'.
Nunca
había oído hablar a un gato de esa manera. Bueno, de ninguna. Me
describió su plan que en un principio me pareció bastante
disparatado, pero me mantuvo con la boca abierta durante esos breves
minutos. Se despidió dándome su número de wasap y, mirando hacia
ambos lados, me aconsejó que lo usara mientras
el enemigo
estuviera roncando y su móvil accesible. Cuando me confirmó que no
íbamos a estar solos en esta revolución, recordé por un momento a
Ed Norton y Brad Pitt en El Club de la Lucha. Regresé sospechando
que esos restos de bocadillo contenían algún producto alucinógeno
debido ala
labor de las
incansables bacterias, y
no sé por qué, cuando vi a mi
dueño
lanzarme un plato volador, supe que esta vez lo iba a recoger él.