31 de marzo de 2021

El viejito aranés

 



         Siempre que puedo, me escapo unos días a los Pirineos catalanes (cuando no hay pandemias), y no ha habido ni una sola vez que no me haya quedado al borde del síndrome de Stendhal mirando las gigantescas montañas que rodean el valle, casi verticales y cubiertas de su habitual manto blanco. Sin duda, es un escenario más cercano a la fantasía que a la realidad ordinaria.

En una excursión con rumbo incierto, junto a la estrecha y escarpada carretera de montaña en la que nos encontrábamos, nos topamos con un pequeño pueblo de no más de cincuenta habitantes, con una vieja iglesia presidiéndolo y cuatro pequeñas calles de viviendas aplastadas por el tiempo. Varios perros nos recibieron, y frente a nosotros había un viejito sentado en una silla de esparto junto a la puerta de su casa, viendo la vida pasar. Bajé del coche y le pedí información sobre un pueblo abandonado que figuraba en nuestro mapa local.

El viejo hablaba una mezcla de aranés, catalán y español que no impidió la comunicación. Era un conversador nato y, tras sus detalladas indicaciones, se interesó por nosotros y por nuestro viaje. En medio de la cháchara, intenté averiguar que opinaba sobre su increíble entorno, si todavía le seguía sorprendiendo ese paraíso, y él me respondió algo así como: "la visión del mar desde una playa vacía tampoco debe estar mal”. No sé si como una reflexión sobre lo que tenemos y somos incapaces de apreciar, pero el viejito me devolvió mi propia pregunta.

11 de marzo de 2021

Radiografía de la estupidez

       

           Las estadísticas nos cuentan que se ha disparado el consumo de ansiolíticos. En este estudio no se incluye el continente africano ni los países en banca rota, porque sus necesidades conviven con la miseria y no hay tiempo para pastillas ni dinero para vacunas. Los últimos análisis de las aguas residuales de nuestras ciudades revelan un aumento del consumo de alcohol y otras drogas que no pasan por el filtro de hacienda; vinagre para las heridas. Es una clara evidencia de que la felicidad artificial de nuestro primer mundo se está desmoronando, mientras la dicotomía entre economía y vida sigue sin resolverse.

De los efectos nocivos de la pandemia no se salva nadie. La menguante clase media, esa que apenas duerme ante la posibilidad de perder su estatus por la crisis económica, se aferra a un clavo ardiendo para poder continuar con el estilo de vida que les permita viajar a la costa, realizar compras compulsivas y engullir copiosas comidas. Y que  decir de los mochufas, subgénero de una clase reciente sin etiquetar todavía, que expanden a todo volumen sus conversaciones intrascendentes; negacionistas de la lucidez aspirando a formar parte de una nueva burguesía por la gracia de sus pequeñas propiedades y de sus coches de montaña para ciudad. 

Mientras tanto, las farmacéuticas, revestidas como salvadoras de la humanidad, se frotan las manos ante el inmenso botín que van a amasar vendiendo sus 'inventos' al mejor postor. Este virus está mostrando la realidad que solemos ignorar. En un momento donde la unión transversal global sería nuestro bote salvavidas, el egoísmo y la estupidez flotan como una mancha de aceite sobre el agua.


Steppenwolf