Muchas
aristas son las que bordean el problema de la prostitución. Unos
opinan
que
ellas prefieren una
vida fácil antes que trabajar, orientando
el problema hacia un ámbito personal
y privado,
y otros plantean legalizar el negocio para que la regulación proteja
a las trabajadoras del sexo y,
al mismo tiempo, que ese dinero negro que va de unas manos a otras,
aflore.
Las y
los feministas
están claramente en contra de la
esclavitud que
originan
las mafias, que
controlan a las prostitutas con mano
de hierro, y
optan
por la ilegalización de esta practica. Por último, el grupo de
los más irreflexivos cree que es un producto más del
mercado
y lo pueden consumir sin el más mínimo remordimiento.
Pero
al margen de todas las consideraciones al respecto, hay dos
aspectos que son comunes a todas las prostitutas: la pobreza y
la
marginación. No es muy habitual que mujeres de clase media-alta se
mantengan en las
carretera casi desnudas esperando clientes
o permanezcan
en burdeles
convertidos
en mercados de carne.
Más bien parece claramente un negocio nacido de la semilla
de la desigualdad
y alimentado por el caldo de cultivo de la hipocresía misógina.
La
única esperanza para la erradicación de la prostitución la
vislumbro en los avances de los ingenieros japoneses que en un plazo
muy corto de tiempo introducirán en el mercado los
robots del sexo, con una imagen y textura prácticamente igual a la
de una mujer. Puede ser la solución, pero si el diseño de estos
robots incluye una inteligencia evolutiva, que no le extrañe a nadie
que un día no muy lejano se planten contra la esclavitud sexual
androide.