Hace tiempo que dejé de
utilizar el reloj de pulsera. Los dígitos y las manecillas del reloj se han
convertido en nuestros amos y no estaba dispuesto a ser un esclavo más. Nos
dicen cuando tenemos que hacer esto o aquello y cuando terminar de hacerlo,
cuando levantarnos y cuando dejar de vivir durante unas horas encerrados en un
sobre de sábanas.
Están acechándonos en
todos los lugares, en farmacias, avenidas, en el coche, en el microondas y en
cualquier vector que choque con nuestra mirada. Hace tiempo que,
conscientemente, paso de sus indicaciones; llego cuando quiero a mi trabajo y
afortunadamente todavía no me han despedido. Me alimento a cualquier hora y vivo
básicamente en la oscuridad, huyendo de la luz como cualquier murciélago metropolitano,
y me acuesto cuando la batería se agota.
El único reloj al que no
puedo vencer es el de mi cocina. He intentando varias veces romperlo con un
martillo, pero cuando voy a hacerlo trizas, su sonido secuencial paraliza mi
brazo. Cada vez que estoy cerca de él, mueve monótonamente sus agujas, segundo
a segundo, y ese sonido seco, como la rotura de un hueso fracturado por un
golpe certero, me sobrecoge. Ignorarlo no sirve de nada, el segundero continua
impertinentemente avanzando, hacia arriba, hacia abajo, sin fin, pero emitiendo
su mensaje apocalíptico.
La aguja del reloj de mi
cocina es un metrónomo perfectamente sincronizado, un sádico torturador sin un
gramo de empatía, con la única función de acabar conmigo. Decidí cerrar la
puerta de la cocina apuntalándola con cuñas, pero a pesar de aislar el reloj, no
he podido vencerlo. Sé que no se ha dado por vencido y ha acentuado su ataque,
de hecho, cuando estoy acostado en mi cama intentando entrar en el mundo de los
sueños, aumenta el volumen del segundero y, amparado por la oscuridad, se cuela
por debajo de la puerta para expresar de forma explicita su amenaza: pararse.
Me gusta la sensación de angustia que has dado a los dos últimos párrafos de tu texto. Y escucho en esa renuncia a los relojes, y en la última frase, el miedo a morir.
ResponderEliminarMe da la sensación de que está presente en lo que escribes (pienso en tu anterior publicación).
A mí me gustan los relojes. Antes los coleccionaba. Y me gusta también comprobar cómo de noche efectivamente suben el volumen de su tic-tac. Lo prefiero a contar ovejas.
Qué bueno leerte de nuevo. No tardes tanto.
Beso
Los americanos cuentan cuervos, counting crows, pero en verano yo cuento mosquitos, es más real :)
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