Ese sábado por la
mañana estuve haciendo gestiones telefónicas, mandé por email un montón de curriculums y me pateé todas las tiendas de la calle Mayor sin éxito. Después de tres años sigo en paro, sin un trabajo
estable y sin ninguna perspectiva para conseguirlo a corto plazo, y además, tengo que templar mis nervios cada vez que veo por televisión al ministro `Montoro Sex
Pistols´ asegurando ver la luz al final del túnel, pero la verdad es que nunca le
he hecho ni puto caso. Creo que este tío toma mucha
medicación, se le nota en la voz y en las tonterías que dice un
día sí y otro también. La realidad a pie de calle es otra, está
llena de cadáveres andantes, de tiendas cerradas, de carteles que se venden y de una falta de ilusión que no recordaban ni los más viejos
de la ciudad, de esta ciudad donde los carros de Mercadona llenos de chatarra atascan la circulación en
las calles mientras sus nuevos dueños escarban en los apestosos
contenedores de basura.

Pensé que durante esa hora regalada, un baño
nocturno en la playa podría ser una buena idea. El día anterior habíamos llegado a los veintinueve grados, podía nadar mar
adentro durante media hora para volver viendo las luces de la ciudad rebotando en el agua hasta chocar en mis ojos, sería una experiencia excitante y única. O quizá podía jugarme en el casino los últimos
cinco mil euros que me quedaban. Sincronizaría las vibraciones de la
ruleta con mi respiración y en el ultimo minuto de esa hora me lo
jugaría todo a un número, esperando ansioso que los giros
contrapuestos de la bola y la ruleta coincidan en el 10 negro. Un río de adrenalina derraparía
por las curvas de mis venas, y si acertaba, solucionaría durante un par de años mis problemas económicos, sin sudores nocturnos ni pesadillas con los ministros
del PP. Pero no quería ocultar la realidad, estadísticamente tenía muchas más probabilidades de acabar en la ruina total. Mi futuro
dependería de una bolita caprichosa, aunque pensándolo bien, siempre dependemos de factores externos que no podemos controlar, o dicho de manera bucólica, solo somos hojas de otoño a merced del viento.

Antes de continuar con mi relato quiero aclarar la utilización del verbo follar. Hay gente que considera malsonante esta palabra para describir el acto sexual, pero debo decir en mi descargo que he rechazado utilizar eufemismos porque me parecen mucho más radicales y ofensivos que el verbo inicial. Vamos a ver:
Hacer el amor: Como
la realización de un trabajo manual llamado amor no está mal, pero
esta expresión no tiene ni un gramo de pasión, pues bien, a la
mierda con hacer el amor.
Joder: Incluye connotaciones agresivas que no refleja el respetuoso verbo
follar, también lo deseché.
Yacer: Si utilizamos este verbo muerto, inevitablemente se enfriarán nuestros ánimos: “¡vamos
a yacer!” Si alguien lo ha utilizado temerariamente o por error, es
mejor que la fiesta la deje para otro día, además corre el riesgo
de que lo tomen por necrófilo.
Fornicar: Un verbo
que resuena a pecado original por todas partes, ¡y por dios!, no podemos empezar
una buena faena de esta guisa.
Mantener relaciones
sexuales: Una frase impertinentemente larga, carente de alma e
inapropiada, o copular, que recuerda a el apareamiento de las
hormigas tibetanas.
En la jerga de a pie,
tenemos una gran cantidad de expresiones plebeyas que también he
desechado porque intentan sustituir, sin la categoría necesaria, al
auténtico verbo follar: pegar un polvo, acostarse con,
echar un kiki, meterla en caliente, zumbar,
ponerla mirando a Cuenca, chingar, etc, etc, etc.
Una vez aclarado
este contencioso lingüístico, vuelvo al relato de los hechos: ......una hora gratis es un botín. Seguramente cabría la vida entera de la tierra, desde que era solo una simple mezcolanza de materias
desechadas por el sol, hasta el día que volvamos a reunirnos con nuestra estrella en el panteón estelar de la vía láctea. Una voz desde la
calle interrumpió mis pensamientos espaciales, me acerqué corriendo a la
terraza para ver si era Claudia, pero en la semioscuridad no calculé bien el impulso y
durante unas décimas de segundo interminables fui deslizándome
lentamente hacia el exterior hasta caer. Seguramente el miedo y la desesperación consiguieron que me pudiera agarrar a la barra metálica del toldo del piso de abajo, y después de un balanceo, rompí el cristal de la terraza acristalada con los pies y entré en el salón de mi nuevo vecino al que no conocía de nada,
pero para mi desgracia era policía y no creyó que fuera su vecino
ni tampoco se explicaba por qué había entrado en su casa sin llamar. Le
relaté paso a paso la caída, le dije que no tenía la documentación encima porque estaba en mi piso, pero las llaves también estaban allí. Todos mis intentos fueron infructuosos, pero tampoco podía esperar un índice elevado de comprensión por su parte,
era un policía. Me esposó y me llevó personalmente a comisaría.
Antes de salir del edificio me encontré con Claudia, y su cara pálida como la tiza al verme esposado añadió más zozobra a mi estado ya muy agitado. Le dije que era un malentendido, que no se preocupara y que llamara a
mi abogado. Le aseguré que en media hora estaría en casa, pero ni ella ni yo creímos en mi afirmación. A las tres de la
madrugada que volvían a ser las dos por el cambio horario, ingresé
en una celda común de la comisaría.
Esa hora que en un principio iba a ser inolvidable, la iba a pasar con tres maleantes, soportando el hedor que residía permanentemente en la celda, y como paradigma de la pintura naíf, nos acompañaban las numerosas zurraspas y versos peregrinos que decoraban las paredes de la celda. Empecé a desmoralizarme y pensé que los momentos anodinos y de poca calidad no debería ser vividos. Estaba dispuesto a pedir la devolución de la hora, como esos regalos siniestros que a veces recibimos y no sabemos como quitárnoslos de encima, hasta que entablé conversación con mis colegas de celda y a los pocos minutos estábamos debatiendo apasionadamente, intercambiando nuestras distintas maneras de ver el tinglao, y todos mis prejuicios sobre ellos se derrumbaron. Fue una experiencia intensa y surrealista, todavía recuerdo las risas flotantes y los lazos que se formaron durante esa hora mágica hasta que vino mi abogado y a regañadientes abandoné el calabozo, no sin antes intercambiar los números de teléfono. Hoy todavía nos vemos de vez en cuando para organizar algún que otro trabajo, pero eso ya es otra historia.
Esa hora que en un principio iba a ser inolvidable, la iba a pasar con tres maleantes, soportando el hedor que residía permanentemente en la celda, y como paradigma de la pintura naíf, nos acompañaban las numerosas zurraspas y versos peregrinos que decoraban las paredes de la celda. Empecé a desmoralizarme y pensé que los momentos anodinos y de poca calidad no debería ser vividos. Estaba dispuesto a pedir la devolución de la hora, como esos regalos siniestros que a veces recibimos y no sabemos como quitárnoslos de encima, hasta que entablé conversación con mis colegas de celda y a los pocos minutos estábamos debatiendo apasionadamente, intercambiando nuestras distintas maneras de ver el tinglao, y todos mis prejuicios sobre ellos se derrumbaron. Fue una experiencia intensa y surrealista, todavía recuerdo las risas flotantes y los lazos que se formaron durante esa hora mágica hasta que vino mi abogado y a regañadientes abandoné el calabozo, no sin antes intercambiar los números de teléfono. Hoy todavía nos vemos de vez en cuando para organizar algún que otro trabajo, pero eso ya es otra historia.