Si salimos de nuestra burbuja montados en la fuerza centrífuga de la voluntad y miramos al exterior, podremos atisbar otras realidades, diferentes culturas, pueblos con una dignidad sorprendente a pesar de soportar unas condiciones de vida infrahumanas. A mi vuelta, la palabra crisis me pareció extraña viendo a comensales de paellas en restaurantes llenos, y como un espía, agudicé mis sentidos para averiguar que estaba pasando.

Todavía la recuerdo, sus ojos traslucían un espíritu guerrero que le impedía resignarse a presenciar como en los pueblos pequeños e indefensos siempre llueve sobre mojado. Flotaba a su alrededor una energía capaz de cambiar el mundo, defendía a los débiles, odiaba las injusticias y caminaba con la cabeza muy alta. Daba con las manos llenas, era su virtud y también su recompensa. Un urbanita como yo no estaba dispuesto a vivir en un desierto, y torpemente utilicé un tono pragmático y moderado intentando disuadirla de su intención de permanecer allí de manera indefinida, insinuándole que un día podía despertar y comprobar que solo había sido un sueño y que corría el riesgo de ser arrastrada por la corriente de la utopía, pero ella replicó preguntándome si yo también me dejaría arrastrar por esa corriente. No hacía falta contestar, me tiraría desde las torres Kio en parapente si me lo pidiera. Allí la conocí, en Tindouf, defendiendo causas perdidas.

Pero entonces, ¿qué hacemos con los renglones torcidos de dios, con los viejos sin memoria, con los niños famélicos, con las mujeres amenazadas de muerte en su propia casa, con los marginados, los imperfectos, los apátridas o los perdedores? Sin políticas sociales amplias, cualquier régimen político nos lleva inevitablemente a la selva y al sálvese quien pueda. Cuando la oligarquía empiece a preocuparse por nuestra toma de conciencia, cuando hablemos con los dioses de tú a tú, cuando los príncipes sean los de abajo y cuando la utopía sea la realidad principal, la solidaridad estará ganando la batalla que libra contra el egoísmo.