
Soy un alpinista que arriesga su vida solo para tocar el espejismo de la cima. El viento me acompaña mientras el tímido horizonte se niega a ser visitado, y muy cerca de la cima puedo ver el techo del cielo nocturno salpicado de millones de islas brillantes rodeadas de tiempo, como cada uno de nosotros. Bukowsky, Henry Miller y Jack Kerouac, subieron para decirme que este tipo de vida me llevaría al precipicio, pero ya era demasiado tarde.
A veces siento simpatía por el diablo, pero no me sorprende mi inclinación por los perdedores, seguramente apoyaría a los ángeles del infierno antes que a los habitantes del cielo, los cruzados del bien. El bien y el mal, aquí o allí, nosotros y ellos; siempre hay dos bandos que justifican la confrontación, ¿acaso la oscuridad no vive en la noche del día? ¿No son el bien y el mal dos caras de la misma moneda? Cualquier argumento puede ser volteado mediante silogismos, pero no deja de ser un juego verbal ante una misma realidad. La ignorancia siempre viene acompañada de hipócritas plañideras ante la muerte de la consciencia y el entendimiento.
Luchamos desesperadamente, escalamos la montaña con poco oxígeno, pero no conseguimos llegar a la cima. Corremos con todas nuestras fuerzas detrás de la presa, pero la liebre electrónica se aleja cada vez que nos acercamos. Si no podemos vivir bajo un mínimo estatus económico, nos llamarán pobres; si no seguimos las reglas preestablecidas, seremos un peligro para el sistema. ¿Podemos considerar pobre o antisistema a un águila porque no tiene dinero ni respeto a las reglas? La única propiedad que poseemos es nuestra vida de alquiler, el tiempo que nos queda por vivir, ese que se nos escapa como agua entre las manos en un viaje directo y con una única parada final. Somos alpinistas que malgastan sus vidas intentando tocar el espejismo de la felicidad.