29 de octubre de 2013

Una hora gratis



        Ese sábado por la mañana estuve haciendo gestiones telefónicas, mandé por email un montón de curriculums y me pateé todas las tiendas de la calle Mayor sin éxito. Después de tres años sigo en paro, sin un trabajo estable y sin ninguna perspectiva para conseguirlo a corto plazo, y además, tengo que templar mis nervios cada vez que veo por televisión al ministro `Montoro Sex Pistols´ asegurando ver la luz al final del túnel, pero la verdad es que nunca le he hecho ni puto caso. Creo que este tío toma mucha medicación, se le nota en la voz y en las tonterías que dice un día sí y otro también. La realidad a pie de calle es otra, está llena de cadáveres andantes, de tiendas cerradas, de carteles que se venden y de una falta de ilusión que no recordaban ni los más viejos de la ciudad, de esta ciudad donde los carros de Mercadona llenos de chatarra atascan la circulación en las calles mientras sus nuevos dueños escarban en los apestosos contenedores de basura.

        Nubarrones negros planean sobre nuestro futuro, sí, pero por lo menos ese sábado nos consolamos viendo el partido Barsa-Madrid: birras, whisky y Mary Jane. Las risas acompañaron la locura del gol y también las maldiciones blasfemas cuando el gol era en contra, pero aunque quisimos ocultarlo, nuestras miradas delataban desesperación, y es que el opio del pueblo solo es un escondite transitorio. El partido de fútbol no fue mi único consuelo, esa noche nos daban una hora y esa si que era una gran noticia. Damián decía que solo era una devolución de la hora que nos habían quitado en abril, pero a mí me daba igual, a las tres de la madrugada las agujas del reloj volverían a marcar las dos en punto. Retroceder en el tiempo entra en la categoría de la magia y debía pensar con celeridad lo que iba a hacer durante esa hora.

        Pensé que durante esa hora regalada, un baño nocturno en la playa podría ser una buena idea. El día anterior habíamos llegado a los veintinueve grados, podía nadar mar adentro durante media hora para volver viendo las luces de la ciudad rebotando en el agua hasta chocar en mis ojos, sería una experiencia excitante y única. O quizá podía jugarme en el casino los últimos cinco mil euros que me quedaban. Sincronizaría las vibraciones de la ruleta con mi respiración y en el ultimo minuto de esa hora me lo jugaría todo a un número, esperando ansioso que los giros contrapuestos de la bola y la ruleta coincidan en el 10 negro. Un río de adrenalina derraparía por las curvas de mis venas, y si acertaba, solucionaría durante un par de años mis problemas económicos, sin sudores nocturnos ni pesadillas con los ministros del PP. Pero no quería ocultar la realidad, estadísticamente tenía muchas más probabilidades de acabar en la ruina total. Mi futuro dependería de una bolita caprichosa, aunque pensándolo bien, siempre dependemos de factores externos que no podemos controlar, o dicho de manera bucólica, solo somos hojas de otoño a merced del viento.

        Descarté todas esas peligrosas opciones y quedé con Claudia a las tres de la madrugada. Le dije que era una sorpresa muy especial, que cuando cerrara el pub viniera corriendo a mi casa, pero no quise decirle que el motivo de la sorpresa era que nuestro gobierno nos había regalado una hora coincidiendo con el cambio de horario, porque Claudia es un poco rara y seguramente no lo hubiera entendido. Me gasté más de doscientos euros en dos latas de caviar de Beluga y una botella de Moet Chandon, la ocasión lo valía. Apagué las luces de la terraza del ático, quedando únicamente alumbrada por la luz pálida de la luna y de algunas estrellas en blanco y negro, y de fondo sonaba la trompeta de Miles Davis tocando el Autumn Leaves. Todo estaba ya preparado, estaríamos follando en la tumbona toda la hora, como si el mundo fuera a explotar en mil pedazos al finalizar esa hora extra.

        Antes de continuar con mi relato quiero aclarar la utilización del verbo follar. Hay gente que considera malsonante esta palabra para describir el acto sexual, pero debo decir en mi descargo que he rechazado utilizar eufemismos porque me parecen mucho más radicales y ofensivos que el verbo inicial. Vamos a ver:
Hacer el amor: Como la realización de un trabajo manual llamado amor no está mal, pero esta expresión no tiene ni un gramo de pasión, pues bien, a la mierda con hacer el amor.
Joder: Incluye connotaciones agresivas que no refleja el respetuoso verbo follar, también lo deseché.
Yacer: Si utilizamos este verbo muerto, inevitablemente se enfriarán nuestros ánimos: “¡vamos a yacer!”  Si alguien lo ha utilizado temerariamente o por error, es mejor que la fiesta la deje para otro día, además corre el riesgo de que lo tomen por necrófilo.
Fornicar: Un verbo que resuena a pecado original por todas partes, ¡y por dios!, no podemos empezar una buena faena de esta guisa.
Mantener relaciones sexuales: Una frase impertinentemente larga, carente de alma e inapropiada, o copular, que recuerda a el apareamiento de las hormigas tibetanas.
En la jerga de a pie, tenemos una gran cantidad de expresiones plebeyas que también he desechado porque intentan sustituir, sin la categoría necesaria, al auténtico verbo follar: pegar un polvo, acostarse con, echar un kiki, meterla en caliente, zumbar, ponerla mirando a Cuenca, chingar, etc, etc, etc.

        Una vez aclarado este contencioso lingüístico, vuelvo al relato de los hechos: ......una hora gratis es un botín. Seguramente cabría la vida entera de la tierra, desde que era solo una simple mezcolanza de materias desechadas por el sol, hasta el día que volvamos a reunirnos con nuestra estrella en el panteón estelar de la vía láctea. Una voz desde la calle interrumpió mis pensamientos espaciales, me acerqué corriendo a la terraza para ver si era Claudia, pero en la semioscuridad no calculé bien el impulso y durante unas décimas de segundo interminables fui deslizándome lentamente hacia el exterior hasta caer. Seguramente el miedo y la desesperación consiguieron que me pudiera agarrar a la barra metálica del toldo del piso de abajo, y después de un balanceo, rompí el cristal de la terraza acristalada con los pies y entré en el salón de mi nuevo vecino al que no conocía de nada, pero para mi desgracia era policía y no creyó que fuera su vecino ni tampoco se explicaba por qué había entrado en su casa sin llamar. Le relaté paso a paso la caída, le dije que no tenía la documentación encima porque estaba en mi piso, pero las llaves también estaban allí. Todos mis intentos fueron infructuosos, pero tampoco podía esperar un índice elevado de comprensión por su parte, era un policía. Me esposó y me llevó personalmente a comisaría.

        Antes de salir del edificio me encontré con Claudia, y su cara pálida como la tiza al verme esposado añadió más zozobra a mi estado ya muy agitado. Le dije que era un malentendido, que no se preocupara y que llamara a mi abogado. Le aseguré que en media hora estaría en casa, pero ni ella ni yo creímos en mi afirmación. A las tres de la madrugada que volvían a ser las dos por el cambio horario, ingresé en una celda común de la comisaría.

        Esa hora que en un principio iba a ser inolvidable, la iba a pasar con tres maleantes, soportando el hedor que residía permanentemente en la celda, y como paradigma de la pintura naíf, nos acompañaban las numerosas zurraspas y versos peregrinos que decoraban las paredes de la celda. Empecé a desmoralizarme y pensé que los momentos anodinos y de poca calidad no debería ser vividos. Estaba dispuesto a pedir la devolución de la hora, como esos regalos siniestros que a veces recibimos y no sabemos como quitárnoslos de encima, hasta que entablé conversación con mis colegas de celda y a los pocos minutos estábamos debatiendo apasionadamente, intercambiando nuestras distintas maneras de ver el tinglao, y todos mis prejuicios sobre ellos se derrumbaron. Fue una experiencia intensa y surrealista, todavía recuerdo las risas flotantes y los lazos que se formaron durante esa hora mágica hasta que vino mi abogado y a regañadientes abandoné el calabozo, no sin antes intercambiar los números de teléfono. Hoy todavía nos vemos de vez en cuando para organizar algún que otro trabajo, pero eso ya es otra historia.
    

16 de octubre de 2013

El tiempo es agua




         Volver a la civilización es zambullirse en un mundo dinámico, vertiginoso y permanentemente cambiante. Todo es diferente con el paso del tiempo, pero el sol siempre es el mismo. Una explosión silenciosa nos aniquila lentamente y es posible que en un momento de lucidez veamos sus efectos, correremos el velo y descubriremos a millones de pilotos en sus naves espaciales lanzando desesperados maydays, y en el rostro de los mayores veremos con nitidez el dolor y la soledad que han acumulado durante años y que sus escasos momentos de felicidad no han podido neutralizar. Han sido derrotados por el tiempo.

        Observo con resignación como desaparecen los sueños y los ideales, como el paso del tiempo en lugar de hacernos más sabios y tolerantes nos esclaviza todavía más a un mundo material y descubre nuestros instintos más básicos. Desearía negarlo, pero adivino en las canas infiltradas, en las arrugas traicioneras y en las tripas henchidas, la bandera blanca de la rendición. Otra generación vencida por el tiempo.

        La maison en petits cubes es un entrañable cortometraje que refleja de una manera sutil las etapas de la vida desde un enfoque retrospectivo. Realizado intencionadamente en  dos dimensiones, utiliza el agua como una alegoría del tiempo, las plantas del edificio como la lucha por la supervivencia y la inmersión en el agua como un recorrido nostálgico y sereno por los recuerdos. Este corto es un constructor de sentimientos, es fácil comprobarlo. 


Steppenwolf