21 de enero de 2013

El tiempo duerme en el futuro





        Hace seis meses que vivo con Claudia, una de las camareras del pub irlandés. No tenemos planes a largo plazo, ¿para qué?  La vida es demasiado caprichosa y volátil como para intentar reconducir todos los parámetros que nos rodean mediante una planificación. Tengo dieciocho años más que ella, sé que todas las relaciones tienen fecha de caducidad, pero la diferencia de edad me hace pensar más de lo habitual. El paso del tiempo me ha cogido desprevenido y ahora lo considero un enemigo, una maldición, una enfermedad progresiva e irreversible. De repente y sin previo aviso empiezan a hablarte de usted, y la primera vez duele, ya no eres joven, te lo acaban de confirmar. Sí, vivir es perjudicial para la salud. 
Cuando miro hacia atrás, todos los años de mi vida parecen haber transcurrido en solo unas horas. Me repito que lo mejor puede estar por venir, que la experiencia me permitirá vivir el momento, pero la angustia existencial me lo pone difícil, aparece camuflada en una cana reivindicativa o en el manto de hojas muertas de un parque vacío, y esa angustia me recuerda que ahora viene la cuesta abajo.

        Mi vida actual es sencilla, he introducido novedades en mis actividades y me he especializado en programas de lavadora con centrifugado, en productos de limpieza, me defiendo en la cocina, paseo a mi perro Diego, ayudo en el pub, y a veces consigo mirar a mi alrededor con los ojos de un niño. Con Claudia he recompuesto mi vida de nuevo, pero a menudo miro el horizonte con recelo, como si temiera ver aparecer en algún momento un tsunami imparable.
A veces imagino un cambio de dirección en el tiempo para evitar lo inevitable, a lo Benjamin Button, para huir del paso del tiempo y revivir etapas que quedaron desiertas, incompletas, desconocidas, como si quisiera alumbrar lagunas de memoria. Intento sobrepasar la velocidad de la luz cuando hago footing, corriendo cada vez más rápido y así conseguir retroceder en el tiempo, pero a diez kilómetros por hora no espero grandes resultados.

        La semana pasada conocí a un anciano cuando paseaba a Diego por el parque, delgado y con una gorra marrón que dejaba entrever su escaso pelo blanco. Estaba sentado en un banco y de vez en cuando mascullaba alguna palabra ininteligible. Diego se acercó a él como si esperase una respuesta y el viejo comenzó a hablarle pausadamente hasta dejarlo casi hipnotizado. En lugar de contar las típicas batallitas, describía situaciones actuales con claridad, alumbrando esas preguntas que flotan en el aire sin respuesta. Se había quedado solo. Año tras año había ido perdiendo a sus amigos, después a su mujer, y así hasta quedar aislado lentamente, como cualquier viejito de su edad, marginado por viejo.  

El concepto de amistad lo tenía muy claro:
        -- Siempre estamos solos, a pesar del gesto altruista de nuestros amigos intentando acompañar nuestra soledad.
Hablaba frecuentemente sobre la realización personal, dando prioridad a la búsqueda de una armonización interior antes que a la ciega persecución de la felicidad:
        --La distancia que hay entre una persona "común" y la persona realizada, es equiparable a la que existe entre el chimpancé y la persona común. Los mensajes del viejo no estaban sacados de un libro de autoayuda, sino más bien de la experiencia y la observación lúcida.

        Al día siguiente estuve pensativo e inquieto, como si el viejo tuviera las respuestas que buscaba, pero al mismo tiempo me negara a conocerlas. Eran las seis de la tarde y él estaba sentado en el mismo banco. Me saludó con un toque de su dedo indice en la gorra y proseguimos la charla del día anterior. Comencé hablándole de temas intrascendentes para romper el hielo y después estuvimos unos segundos en silencio, el viejo estaba esperando que disparara mi pregunta y lo hice sin más preámbulos: 
        --¿Que me puede decir sobre el ocaso, la vejez, sobre el paso del tiempo? - él se quitó la gorra, se rascó la cabeza y dijo: 

        -¡Vaya pregunta!  El tiempo no es el que marca nuestro reloj, ni es el mismo para todos, es relativo y subjetivo. Podríamos considerar nuestra vida como un gran cuadro, poco a poco recorremos todas sus zonas en un breve paseo, podemos modificar la velocidad de movimiento, mirar hacia atrás e imaginar el futuro, pero el tiempo siempre ha estado allí. Todos somos viejos o jóvenes dependiendo de la zona del cuadro donde estemos. Cuanto más cerca estemos de la vejez, más cerca estaremos de una nueva juventud. Derivando la cuestión a una relación personal, la edad siempre debe ser algo circunstancial y secundario, da igual que tengas veintisiete o cincuenta años, la química que surge en una relación no tiene nada que ver con la edad, y si no fuera así, la relación no pasaría el control de calidad y sería mejor abandonarla. Para saber que es el tiempo, debemos observar detenidamente un segundo e intentar pararlo, todo el mundo lo ha parado alguna vez sin darse cuenta.

        Cerré los ojos imaginando ese cuadro gigante y cuando los abrí, el viejo ya no estaba. Todavía desconcertado y sin saber muy bien por qué, observé el movimiento del segundero de mi reloj, empecé a oír el tic-tac de la aguja, al principio casi imperceptible, pero cada vez más fuerte, hasta sonar como un tambor marcando pesadamente el ritmo de una enorme maquinaria. Y en el segundo veinticinco, el tiempo se paró. Me inundó un silencio ensordecedor, nada se movía, Diego estaba inmóvil junto a mí y la gente del parque estaba detenida. Lo que yo veía en ese momento era un gran cuadro tridimensional.

        Tenía razón el viejo, se podía parar el tiempo. Comencé a andar hacía atrás y pude ver hora a hora toda mi vida hasta ese día, como las viñetas de un gran cómic, como las confesiones de los que han estado en coma. Me entretuve viendo mis años de color, mi infancia corría y buscaba la adolescencia, hasta llegar a los veinte años. Mis primeros años con Virginia aparecieron en el centro del cuadro, quizá los mejores años de mi vida, eramos inocentes y soñadores. La prudencia me decía que debía quedarme en el presente, pero la curiosidad me hizo avanzar hacia el futuro y los años fueron pasando frente a mí mientras lentamente envejecía. En el último tramo de mi vida vi a un anciano esperando un tren en la estación, por un momento me pareció que giró su cara y me sonrió.
Su sonrisa era el mensaje; me invadió una extraña tristeza, y por miedo a perder la razón, regresé al segundo veinticinco de mi reloj. El sonido volvió a navegar por el aire, los niños corrían sin rumbo fijo, mi perro olisqueaba restos de un bocadillo abandonado, y las hojas de los arboles caían lentamente como paracaidistas preparando su aterrizaje.

         El tiempo me había dejado husmear entre bastidores, permitiéndome conocer su secreto: el tiempo duerme en el futuro, solo es un decorado que necesitamos para ubicar los acontecimientos. 
Si comparamos nuestro ciclo vital con el del sol, cinco mil millones de años, podría decirse que somos como algunos tipos de mariposas que solo viven un día. 
Ahora valoro mucho más los días de tormenta, las sombras, los minutos colgados entre dos fases, las miradas fugaces, los pequeños detalles que se esconden en ese cuadro, y lo más importante, he dejado de tomar las pastillas para dormir, esas que me producían extrañas alucinaciones cuando paseaba por el parque.
  

Steppenwolf