Creo
que tenía doce años cuando descubrí en el salón de mi casa un
equipo de música reluciente de varias piezas y un montón de discos extraños que
parecían haber venido de otro planeta. Eran de Zappa, Patti Smith, Lou
Reed, Jethro Tull y Janis Joplin, material suficiente
para convertir un convento de monjas en una comuna hippy y a una
rata de biblioteca en un cowboy de media noche. Mi hermano me dijo
que no los tocara, que se podían rayar. Desoyendo esa sabía
advertencia, coloqué el Horses de Patti Smith sobre el plato y la aguja aterrizo a trompicones, como un caza sobre su portaaviones, provocando que una extraña canción, Gloria, reptara poco a poco como un felino buscando a su presa, hasta que empezó a despegar. Ella no cantaba, arrastraba y escupía las frases, con una voz que pasaba de una fase aguda a otras graves en cuestión de segundos, y cuando entraron en acción las dos guitarras sobre el bajo y la batería que llevaban la canción al ritmo de una locomotora, mis pulsaciones subieron tanto que podía notar el paso de la sangre por mis venas. Así me hice adicto a la música.
Este hecho aparentemente simple cambió el resto de mi vida. Desde entonces, la música ha sido un salvoconducto, un lenguaje secreto para comunicarme con los adictos. Eramos como una secta, podíamos pasar horas enteras hablando de música en las terrazas de los bares de copas de la playa, entre el ruido de las olas, siempre un poco desorientados y huyendo de las primeras luces azules que aparecían por el cielo. Si yo fuera un emperador con poder ilimitado, ordenaría que la música sonara en las iglesias, en los funerales, en los mercados y en los campos. Los solos de guitarras enloquecidas recorrerían de punta a punta las calles, los pianos solitarios recibirían con notas serenas los primeros rayos de sol al amanecer, baterías y elementos de percusión lanzarían misiles de ritmo sobre toda la ciudad, y el sonido cristalino de los violines flotaría sobre los parques. Bueno, vale, nos conformaremos con el Spotify.
Este hecho aparentemente simple cambió el resto de mi vida. Desde entonces, la música ha sido un salvoconducto, un lenguaje secreto para comunicarme con los adictos. Eramos como una secta, podíamos pasar horas enteras hablando de música en las terrazas de los bares de copas de la playa, entre el ruido de las olas, siempre un poco desorientados y huyendo de las primeras luces azules que aparecían por el cielo. Si yo fuera un emperador con poder ilimitado, ordenaría que la música sonara en las iglesias, en los funerales, en los mercados y en los campos. Los solos de guitarras enloquecidas recorrerían de punta a punta las calles, los pianos solitarios recibirían con notas serenas los primeros rayos de sol al amanecer, baterías y elementos de percusión lanzarían misiles de ritmo sobre toda la ciudad, y el sonido cristalino de los violines flotaría sobre los parques. Bueno, vale, nos conformaremos con el Spotify.
10 -
Maria y sus Cogollos
09 -
Blanca tocha y los siete Gramitos
08 -
Tetallica
07 –
From Lost to the River
06 –
Porros Folares
05 –
El oso Yonki
04 –
La venganza de Mimosin
03 –
Porcus Cristi
02 –
Frank Sikiatra
01 –
Don Simon y Garrafunkel