27 de noviembre de 2012

Androides urbanos



        Sentado junto a un contenedor de basura, con la mirada perdida en el suelo y el frió de la desesperación metido en el cuerpo, recapitulaba los últimos episodios que me habían llevado hasta allí.  Hasta ayer llevaba una vida ordenada y rutinaria, sin aventuras salvajes pero disfrutando del día a día, de las pequeñas cosas, de lo cotidiano. Mi mundo y mi vida giraban alrededor de la tienda de moda en la que trabajaba. 

       Nosotros no vendíamos faldas, vestidos de noche o bragas de encaje, vendíamos ilusiones, drogas de tela, eramos los camellos de la vanidad de nuestros clientes. Ellos no compraban ropa, sino un billete hacia un mundo paralelo y fantástico. Cuando pagaban sus compras con la tarjeta visa oro, sentían una euforia similar a la que produce la mejor coca de Colombia. La serotonina corría rápida por sus venas y sus pupilas se dilataban como el cazador que acaba de avistar a su presa. Imitan a los grandes actores y utilizan el método Stanivslasky, su ropa y su actitud modifican su personalidad, pero nunca saben quien es la persona y quien es el personaje.

       Esta mañana, un furgón de transporte urgente descargó chaquetas de cuero, pantalones de campana y jerseys de punto grueso, un claro guiño a los setenta, además de una maniquí envuelta en plástico con nombre y apellido: Stella 2442. La desembalé en la trastienda y cuando la cogí por la cintura para vestirla, vi como movía sus ojos llenos de vida hacia mi. Su cuerpo espectacular me dejo con la boca abierta, se me antojó la mujer más bella que había visto, una obra de arte de plástico mágico. Intente disimular mi reacción y seguí realizando otras tareas pero durante toda la mañana no pude dejar de pensar en Stella ni un solo instante. Estaba seguro que compartíamos alguna clave secreta, alguna seña de identidad que provocaba una atracción tan fuerte. Esa fantasía estaba empezando a preocuparme, me avergonzaba ese sentimiento antinatural, era como si ya me hubiera convertido en un pervertido. No podía creer que esto me estuviera sucediendo a mí, ya me veía como un psicópata depravado, un enfermo sexual incurable que saldría en la sección de sucesos de los telediarios.

       Hipnotizado por ella, apenas me dí cuenta de que uno de los operarios de la tienda me cogía de las piernas y me llevaba hasta un contenedor de basura. No entendía nada, no podía mover ni un solo musculo de mi cuerpo, era una parálisis total e ignoraba por qué me habían dejado allí, ¿qué estaba pasando?  Como un resplandor, una revelación inquietante abrió mis ojos:  yo solo era un maniquí, solo bastaba mirar mi cuerpo desnudo de plástico. Era un replicante sin tiempo que acababa de despertar. Había vivido dentro de un personaje, fabricando recuerdos, construyendo sentimientos, y ahora había dejado de ser útil, era el fin. 

        Mientras apuraba mis últimas horas recordando, observé otra realidad que no había visto antes, miles de maniquíes distribuidos por toda la avenida llenando tiendas, coches, pasos de cebra y edificios. Solo son la sombra de un sueño, puede que ninguno de ellos sepa que son maniquíes de carne. En medio de esta elucubración existencial, apareció una señora con su perro, me miró detenidamente hasta que me agarró del brazo y me llevó a su casa. Actualizando mi percepción de la situación llego a varias conclusiones:  de momento no voy a acabar en el vertedero de basura y seguramente mi nuevo trabajo, por la manera en la que me mira la señora, será la de gigoló. Bueno, tampoco voy a quejarme de vicio, puede que sea un trabajo creativo y digno. Lo primero que voy a hacer es imponer mis condiciones para que no haya malos entendidos y  por supuesto no voy a aceptar tarjetas de crédito, solo cash, no faltaría más. 



Steppenwolf