13 de septiembre de 2012

Domingo triste




        La mañana se ha despertado muy fría para un mes de septiembre, como si el verano hubiera perdido el norte. La leche humeante dialoga de manera rutinaria con el aceite que recorre la tostada y mi gato también reclama su desayuno con la mirada, sin dejar traslucir ningún sentimiento, aceptando las cosas tal como son. Intuyo que él sabe más de lo que creo y seguramente los dos pretendemos saber menos de lo que realmente sabemos, quizá porque a veces nos hace daño y simplemente dejamos que ciertas cosas se nos olviden lentamente. Él parece que lo ha conseguido, pero yo todavía no.


        Mis pensamientos juegan al ajedrez con la luz que se desliza por el gres de la cocina y alumbra un copo de cereales que cae desde la mesa. Inconscientemente comienzo a contar las milésimas de segundo que tarda su vuelo hasta que choca sin remedio contra el suelo, pero yo sigo la jugada esperando un desenlace excepcional, una señal que me guíe, que me indique el camino, pero solo veo a mi gato comiéndose el cereal sin ningún remordimiento.

        Un halo narcótico rodea a estos domingos lluviosos, con sus mañanas oscuras y grises que se comportan como notas de música confinadas bajo las teclas de un piano, esperando que alguien las libere. Vuelvo a la cama buscando sueños mágicos, pero los rugidos de la tormenta me lo impide. Las gotas de agua que se agarran al cristal de la ventana me piden una ayuda que yo no puedo prestarles, no puedo impedir que se pierdan por los desagües. Después de haber volado orgullosas entre la tierra y el cielo, convertidas en nubes blancas como el algodón y también en oscuras y amenazantes como el Réquiem de Mozart, acabar en las cloacas es un triste final. 

        Como un náufrago, intento enviar mensajes codificados en botellas de palabras, pero hoy no se me ocurre nada. 

Steppenwolf