Una rata negra se asomaba orgullosa a través de los escombros de un local comercial del emblemático barrio sevillano de las Tres Mil Viviendas. Puede que ese local en ruinas haya sido bombardeado por aviones americanos, quizá destruido a causa de un terremoto de 7,5 grados de la escala Richter, o simplemente víctima de la marginación. Raimundo le tiró una lata estrujada de cerveza desde el tercer piso del bloque, pero la rata la esquivó zigzagueando en un palmo de terreno, y antes de desaparecer, miró desafiante hacia el balcón desde donde él la observaba.
El bloque de ocho plantas en el que vive Raimundo carece de los servicios básicos exigibles para una vivienda digna. Los motores del ascensor fueron desmontados y vendidos como chatarra, la electricidad llega a las viviendas mediante una telaraña de cables exteriores. El agua caliente es una utopía y las gallinas cohabitan con los moradores de estas chabolas verticales. Las reyertas son frecuentes en las tres mil, sobre todo si un clan incumple las leyes no escritas sobre la distribución de drogas, y si llega el momento de la guerra, los clanes están armados hasta los dientes, katanas, armas cortas, fusiles y hasta kalashnikovs han aparecido dentro de las viviendas-chabolas
A pesar de sus dieciséis años, Raimundo es una pieza importante en el engranaje del clan al que pertenece, le lleva papelinas de farlopa, de basuco y de caballo a su tío, que controla la distribución en el Polígono Sur. No sabe leer ni escribir pero es listo para los negocios, dice su madre. Fuma porros desde los doce, los fines de semana se esnifa lonchas de coca y ahora quiere meterse un pico, ha probado los chinos pero sabe que no es lo mismo. Su padre le había amenazado con cortarle los huevos si le sorprendía metiéndose caballo y siempre le repetía la misma canción: “nosotros somos traficantes, no somos yonquis”, pero Raimundo difería de este planteamiento, consideraba que había que conocer la mercancía antes de cortarla y venderla.
El Nono, un gitano dos años mayor que él, ejerció de maestro de ceremonias para el primer pico. Resguardados en un recodo de la Avenida de la Paz, le dio una jeringuilla y el resto de artilugios a Raimundo que observaba e imitaba paso a paso el ritual del chute. El Nono se quitó su cinturón y lo rodeó a su brazo izquierdo sin apretar todavía, posó sobre el suelo una cuchara que recibió el contenido de la papelina de brown sugar, el mejor caballo que circulaba por Sevilla. Exprimió varias gotas de limón sobre la cazoleta de la cuchara hasta disolver totalmente su contenido. Sobre la mezcla marrón, colocó la boquilla de un cigarro que hizo de filtro, acercó la punta de la aguja hipodérmica, extrajo el émbolo lentamente hasta introducir toda la heroína en la jeringuilla. Apretó el cinturón con los dientes, abrió y cerró varias veces la mano para forzar la dilatación de las venas de su antebrazo hasta elegir la vena por donde entraría el pico. Ese momento de la espera siempre es especial, de extraña excitación. Cuando el Nono había tenido los primeros síntomas del mono, el mero hecho de pillar un gramo, le eximía de todos los dolores y de la ansiedad, podía pasar horas sin chutarse sabiendo que el jaco estaba en su poder. Poco a poco, el Nono fue empujando el émbolo de la jeringuilla, introduciendo lentamente el azucar moreno en su torrente sanguíneo. Su cara mostraba todo el placer del mundo recorriendo cada partícula de su cuerpo, rociando de magia todas las neuronas, cada milímetro que oprimía el émbolo, más y más fuerte era el placer. En ese momento, nada en el mundo podía compararse a esa sensación de plenitud y felicidad, era un orgasmo multiplicado por mil. El corazón tomaba vida propia y galopaba libre, a gran velocidad, como un caballo salvaje.
Cuando el Nono despertó, vio tumbado a Raimundo todavía con la jeringuilla hincada en el brazo. Instintivamente lo arrastró hasta la avenida para pedir ayuda, pero en la Avenida de la Paz no había nadie. Tambaleándose todavía, intentó reanimar a Raimundo, pero tenía los ojos abiertos y esa mirada inexpresiva que solo tienen los muertos. El Nono se sentó en el suelo con la mirada perdida sin saber muy bien que hacer. En ese momento pasó un autobús de turistas, seguramente perdidos después de ver la Giralda y el Parque de María Luisa, y como si de un safari se tratara, pararon el autobús y se dedicaron a hacer fotos a los dos gitanos.
Cuando el Nono despertó, vio tumbado a Raimundo todavía con la jeringuilla hincada en el brazo. Instintivamente lo arrastró hasta la avenida para pedir ayuda, pero en la Avenida de la Paz no había nadie. Tambaleándose todavía, intentó reanimar a Raimundo, pero tenía los ojos abiertos y esa mirada inexpresiva que solo tienen los muertos. El Nono se sentó en el suelo con la mirada perdida sin saber muy bien que hacer. En ese momento pasó un autobús de turistas, seguramente perdidos después de ver la Giralda y el Parque de María Luisa, y como si de un safari se tratara, pararon el autobús y se dedicaron a hacer fotos a los dos gitanos.