Han pasado tantos años que la recuerdo como en una película de cine mudo. Olía a colonia fresca de limón y vestía vaqueros todo el día. Solo teníamos quince años y empezábamos a fumar nuestros primeros cigarros, a navegar en un mundo de color, abierto y dispuesto a ser descubierto por nuestra curiosidad sin limite.
Un disco de Pink Floyd fue la excusa para empezar a salir, y como un aliado en la batalla, la música flotaba ebria sobre el aire y nos trasportaba a un frágil universo en el que éramos piratas buscando tesoros de vinilo, en su habitación o en la mía. Eran inocentes encuentros que yo interpretaba como fiestas secretas; recuerdo que mis sentidos se desajustaron tanto que a veces los pies no tocaban el suelo.
Ella tenía una rara belleza marcada por sus ojos rasgados. Si me sonreía, me desarmaba, estaba a su merced. En aquellos tres meses de verano visité el cielo algunas veces aquí abajo en la tierra; era un mundo maravilloso. Sin ninguna duda fue mi relación más platónica, y a pesar de todo, recuerdo estar casi todo el día empalmado.